Reseña
En las más diversas situaciones –desde las más íntimas a las más públicas– no conviene desatender esa advertencia (que, entre nosotros, de un modo u otro tanto ha sido recomendada por pensadores como Andrés Bello o Carlos Vaz Ferreira): Ten cuidado con las palabras. Después de todo, haciendo uso de palabras recorremos la vida, bien o mal, y más si se trata de palabras cuyos usos prácticos, morales, legales o políticos las han vuelto tan dramáticas como “justicia”. Porque no cabe la menor duda: “justicia” no es sólo una palabra de uso común, sino una palabra dramática.
En efecto, no es raro que apenas se la introduce en una conversación, o incluso en la disquisición científica más teórica, tarde o temprano nos pongamos a discutir y, más temprano que tarde los ánimos se acaloren. En algún momento ya no se escucha. Sólo se repite la propia posición y se grita, si es que no se insulta. No es difícil explicar por qué. Con palabras como “justicia” o, más bien, con los conceptos que construimos con sus usos y con otros con que se vincula, no sólo hacemos referencia a sociedades y personas, también las defendemos o atacamos, a menudo con pasión. Así, a partir de conceptos como éstos articulamos el mundo social y sus formaciones (por ejemplo, predicamos de sociedades y personas que son justas o injustas o, al menos, en algunos aspectos justas y, en otros, injustas). Esas evaluaciones –correctas o incorrectas– tienen consecuencias en nuestros modos de creer, desear, sentir, actuar: al usar estos conceptos no sólo juzgamos, sino que también nos damos fuerza o asustamos, nos alegramos o angustiamos, nos aturdimos o consolamos.
De ahí la importancia de atender las ramificaciones a menudo intrincadas del concepto subdeterminado de justicia y de otros conceptos con que se interrelaciona y, así, de contribuir a cuidar a la justicia. Pero, ¿de dónde proviene esa importancia?