Serie de culto para grandes minorías, ganadora de tres Globos de Oro y nueve premios Emmy, Mad Men
ha conquistado en poco tiempo a los conocedores del medio y a los
espectadores más exigentes. Opera prima de uno de los creadores de Los Soprano,
su éxito fulgurante contrasta con el largo recorrido de su gestación,
hecho que se deja apreciar en su estilo «pausado, de lenta digestión,
que se paladea como un buen whisky añejo, donde lo mejor del show no es
tanto lo que muestra y lo que cuenta como lo que oculta, sugiere y deja
en la recámara».
Situada a caballo entre la «era dorada» y los convulsos años sesenta, Mad Men
disecciona el mundo de las agencias de publicidad de Manhattan a través
de las vidas cruzadas de unos personajes en pleno proceso de «hacerse a
sí mismos», desbordados por una sociedad donde la materialización del
sueño americano parece más bien una pesadilla enajenante y opresiva. Las
campañas de Lucky Strike y Madeinform o el cine de Grace Kelly y la
literatura de John Cheever son el contrapunto perfecto para esta imagen
de insatisfacción.
Con una estética cuidada hasta el más mínimo detalle y un brillante
uso de la luz, la cámara alumbra a la Norteamérica de los sesenta donde
referentes como el Movimiento por los Derechos Civiles, el activismo
feminista o los asesinatos de J.F. Kennedy, Martin Luther King y Malcolm
X sirven de excusa para retratar una sociedad marcada por los
prejuicios raciales, unos rígidos arquetipos de género y unas profundas
desigualdades sociales.